El cuento es una narración breve de hechos imaginarios, protagonizada por un grupo reducido de personajes y con un argumento sencillo. No obstante, la frontera entre un cuento largo y una novela corta no es fácil de trazar.
En esta oportunidad, haremos comentarios y preguntas acerca de una selección de cuentos, por los cuales puedes accesar a través de los links ubicados en el lado derecho de la página. Espero que podamos disfrutar de los cuentos y sacarle mucho provecho a todos.
¡Todos a trabajar!
Abuelita - Hans Christian Andersen
Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.
-Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.
Ver Biografía del autor
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.
-Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.
Ver Biografía del autor
El Diente Roto - Pedro Emilio Coll
A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.
Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.
Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.
—El niño no está bien, Pablo —decía la madre al marido—, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
—Señora —terminó por decir el sabio después de un largo examen— la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted...
—¿Qué, señor doctor de mi alma? —interrumpió la angustiada madre.
—Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible —continuó con voz misteriosa— es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
Ver Biografía del autor
Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.
Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.
—El niño no está bien, Pablo —decía la madre al marido—, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
—Señora —terminó por decir el sabio después de un largo examen— la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted...
—¿Qué, señor doctor de mi alma? —interrumpió la angustiada madre.
—Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible —continuó con voz misteriosa— es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
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Para Reflexionar
- ¿Qué imaginastes cuando leístes el título de "El Diente Roto"?
- ¿Conoces a alguien que se comporta como Juan Peña?
- ¿Cuál fue el diagnóstico del médico que examinó a Juan Peña?
- ¿Que otro final le hubieses colocado a este cuento?
Lágrimas de Cocodrilo - Eduardo Liendo Zurita
Me arrecha que me miren ¿qué me ven?, ¿nunca habían visto un cocodrilo? Todo el mundo viene y me molesta, me jalan por la cola, me meten un dedo en la nariz. Sí, lo hacen ahora después que se me cayeron los dientes. Algunos dicen que estoy loco, eso me desquicia y les grito: cocodrilo, cocodrilo, cocodrilo. Yo estaba bien en la playa con Amatista, ella me cortaba las uñas, me cepillaba las escamas, me lustraba la cola. Tenía un cuerpo calientico y yo la tranquilizaba con la cola cuando las rodillas le comenzaban a temblar, ella me decía Ramón, y yo, ningún Ramón, cocodrilo, cocodrilo, cocodrilo. Cuando estaba en la playa estaba bien, a veces me escamaba o me volteaba panza arriba para ver el cielo: era un cielo rojito, se iba incendiando, incendiando, hasta que el diablo metía sus barbas en el agua. Yo con el diablo siempre me he entendido, es como un compadre, nos sentamos, conversamos de las almas envenenadas y de los cuernos que le pone su mujer con un autobusero; es un pobre diablo, él me dice, «mira Ramón, éste sí es el infierno». Es una vaina seria cuando uno es de playa, porque se acostumbra a ese suelo blandito que le lame las plantas y uno va marcando sus patas por aquella arena y después se voltea y le dice a Amatista por aquí pasé yo, ese rastro soy yo.
Ella me contestaba, tienes que hacerte un porvenir Ramón, en Caracas busca trabajo en una construcción, y se me recostaba así, así pegadita, hasta que la cola se me iba templando, templando. ¿Y cuándo te vas mi amor? Y yo, ningún mi amor, cocodrilo, cocodrilo, cocodrilo.
Me vine por la carretera arrastrando mi cola hasta que llegué aquí, a la gente no le gustan mis escamas pero a la comadre Teotiste sí, ella me dijo: «si quieres te acuestas en esta esterilla que donde caben quince caben dieciséis». Yo aplané el Avila con mi cola, el italiano me dijo póngase esas botas y túmbeme aquel cerro. Yo venía con mi cola, plaf, plaf, plaf, Paraulata con su pala y lo dejamos todo parejito plaf, plaf, plaf. Amatista decía, en Caracas busca trabajo en una construcción, yo aplané la playa con mi cola plaf, plaf, plaf.
Ahora me monto en autobús y siempre la puerta me aplasta la cola ¿y qué carajo me miran? ¿por qué se ríen? y después esa tipa se restruja, se restruja, se le pone caliente esa pierna, se mete mi cola verde en las rodillas y empieza a brincar hasta que se queda tranquilita, toca el timbre y se va. Éste es el infierno Amatista, me empujan, me arrecha que me empujen, los carajitos me pisan la cola y gritan ¡mira un cocodrilo! ¡un cocodrilo! Y yo, ningún cocodrilo, Ramón, Ramón, Ramón. Por la noche me tiro en la esterilla y tampoco puedo descansar, están todos revueltos en el rancho y cuando Pantaleón viene borracho siento a Teotiste, qué vaina es ésta digo, cállate corazón, y me agarra la cola y la soba y la soba y la soba hasta que se endereza, y la chupa y la chupa y la chupa hasta que se vacía.
A veces me pongo a dar vueltas por ahí como si fuera loco, casi ni arrastro la cola para que no me vean, cuando me canso entro en el botiquín y pido una cerveza pero siempre hay algún borracho que me mira y se frota los ojos, me arrecha que me miren, se frota los ojos y grita: ¡un cocodrilo!, ¡mesonero, un cocodrilo!... pero si me dejan tranquilo escucho la rockola: Voy por la vereda tropical la noche llena de quietud. ¿Te acuerdas Amatista? cuando paseábamos por el malecón, cuando tenía una cola verde nuevecita, cuando te lamía la arena de los pies. Y llega Paraulata y me dice: «Sécate esas lágrimas de cocodrilo, vamos a poner otra canción»: Yo tenía una luz que a mí me alumbraba y venía la brisa y suaz... y me la apagaba.
Voy arrastrándome por esas calles en plena madrugada. No sé cómo subo esas escalinatas que nunca terminan plaf, plaf, plaf. Me tiro en la esterilla y Teotiste viene calladita a sobarme la cola, cuando siente que está como muerta me da un chancletazo en la trompa y me dice: «tú también llegaste borracho desgraciado, eres más inútil que el pipí del Papa».
Ahora dicen que estoy loco, que vivo babeado, que se me fueron los tapones: la verdad es que esta no es vida para un cocodrilo, yo soy de arena y sol, me gusta sentarme en una piedra y que la vista se me pierda lejos, lejísimos, hasta donde la mirada se gasta en el agua. En la playa soy igual a todos, igual a Amatista y a los caracoles. Por eso escondo mi cola verde debajo de la mesa y meto el espinazo dentro de esta franela. Paraulata me dice, quítate ese complejo Ramón, y yo, ningún complejo, cocodrilo, cocodrilo, cocodrilo. Un día entré en el restaurant escondí bien la cola pero al ratico dijo una mujer en la mesa de al lado «mi amor, no sientes un olor a cocodrilo» y desde el frente me miraron dos más y una le dijo a la otra en el oído, «huele a cocodrilo», y una vieja le dio un codazo a su marido y murmuró, «esto está hediondo a cocodrilo». Después pasó el mesonero tapándose la nariz con una servilleta y me piso la cola; entonces para no arrancarle la canilla de un mordisco, salí arrastrándome y me perdí por la avenida, plaf, plaf, plaf.
¡Ay Amatista, esto está lleno de trampas para cocodrilos! Lo peor es que ya no puedo regresar, se me perdió el camino, me encandilan mucho las vidrieras del centro comercial, me gusta subir y bajar la escalera mecánica aunque algún carajito me tuerza la cola, para colmo ya hasta prefiero las salchichas a los camarones. A veces pienso en regresar a la quebrada y esperar las lluvias, perderme contigo en el gamelotal, escamarme en la arena, volver a ser Ramón. Ya hasta miedo me da quitarme la franela. A veces sueño que a las palmeras se las llevó el viento. Me despierto sudando, me toco las escamas y digo: no está muerto cocodrilo, estaba de parranda, todavía puedes aguantar, todavía te quedan dos colmillos.
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Ella me contestaba, tienes que hacerte un porvenir Ramón, en Caracas busca trabajo en una construcción, y se me recostaba así, así pegadita, hasta que la cola se me iba templando, templando. ¿Y cuándo te vas mi amor? Y yo, ningún mi amor, cocodrilo, cocodrilo, cocodrilo.
Me vine por la carretera arrastrando mi cola hasta que llegué aquí, a la gente no le gustan mis escamas pero a la comadre Teotiste sí, ella me dijo: «si quieres te acuestas en esta esterilla que donde caben quince caben dieciséis». Yo aplané el Avila con mi cola, el italiano me dijo póngase esas botas y túmbeme aquel cerro. Yo venía con mi cola, plaf, plaf, plaf, Paraulata con su pala y lo dejamos todo parejito plaf, plaf, plaf. Amatista decía, en Caracas busca trabajo en una construcción, yo aplané la playa con mi cola plaf, plaf, plaf.
Ahora me monto en autobús y siempre la puerta me aplasta la cola ¿y qué carajo me miran? ¿por qué se ríen? y después esa tipa se restruja, se restruja, se le pone caliente esa pierna, se mete mi cola verde en las rodillas y empieza a brincar hasta que se queda tranquilita, toca el timbre y se va. Éste es el infierno Amatista, me empujan, me arrecha que me empujen, los carajitos me pisan la cola y gritan ¡mira un cocodrilo! ¡un cocodrilo! Y yo, ningún cocodrilo, Ramón, Ramón, Ramón. Por la noche me tiro en la esterilla y tampoco puedo descansar, están todos revueltos en el rancho y cuando Pantaleón viene borracho siento a Teotiste, qué vaina es ésta digo, cállate corazón, y me agarra la cola y la soba y la soba y la soba hasta que se endereza, y la chupa y la chupa y la chupa hasta que se vacía.
A veces me pongo a dar vueltas por ahí como si fuera loco, casi ni arrastro la cola para que no me vean, cuando me canso entro en el botiquín y pido una cerveza pero siempre hay algún borracho que me mira y se frota los ojos, me arrecha que me miren, se frota los ojos y grita: ¡un cocodrilo!, ¡mesonero, un cocodrilo!... pero si me dejan tranquilo escucho la rockola: Voy por la vereda tropical la noche llena de quietud. ¿Te acuerdas Amatista? cuando paseábamos por el malecón, cuando tenía una cola verde nuevecita, cuando te lamía la arena de los pies. Y llega Paraulata y me dice: «Sécate esas lágrimas de cocodrilo, vamos a poner otra canción»: Yo tenía una luz que a mí me alumbraba y venía la brisa y suaz... y me la apagaba.
Voy arrastrándome por esas calles en plena madrugada. No sé cómo subo esas escalinatas que nunca terminan plaf, plaf, plaf. Me tiro en la esterilla y Teotiste viene calladita a sobarme la cola, cuando siente que está como muerta me da un chancletazo en la trompa y me dice: «tú también llegaste borracho desgraciado, eres más inútil que el pipí del Papa».
Ahora dicen que estoy loco, que vivo babeado, que se me fueron los tapones: la verdad es que esta no es vida para un cocodrilo, yo soy de arena y sol, me gusta sentarme en una piedra y que la vista se me pierda lejos, lejísimos, hasta donde la mirada se gasta en el agua. En la playa soy igual a todos, igual a Amatista y a los caracoles. Por eso escondo mi cola verde debajo de la mesa y meto el espinazo dentro de esta franela. Paraulata me dice, quítate ese complejo Ramón, y yo, ningún complejo, cocodrilo, cocodrilo, cocodrilo. Un día entré en el restaurant escondí bien la cola pero al ratico dijo una mujer en la mesa de al lado «mi amor, no sientes un olor a cocodrilo» y desde el frente me miraron dos más y una le dijo a la otra en el oído, «huele a cocodrilo», y una vieja le dio un codazo a su marido y murmuró, «esto está hediondo a cocodrilo». Después pasó el mesonero tapándose la nariz con una servilleta y me piso la cola; entonces para no arrancarle la canilla de un mordisco, salí arrastrándome y me perdí por la avenida, plaf, plaf, plaf.
¡Ay Amatista, esto está lleno de trampas para cocodrilos! Lo peor es que ya no puedo regresar, se me perdió el camino, me encandilan mucho las vidrieras del centro comercial, me gusta subir y bajar la escalera mecánica aunque algún carajito me tuerza la cola, para colmo ya hasta prefiero las salchichas a los camarones. A veces pienso en regresar a la quebrada y esperar las lluvias, perderme contigo en el gamelotal, escamarme en la arena, volver a ser Ramón. Ya hasta miedo me da quitarme la franela. A veces sueño que a las palmeras se las llevó el viento. Me despierto sudando, me toco las escamas y digo: no está muerto cocodrilo, estaba de parranda, todavía puedes aguantar, todavía te quedan dos colmillos.
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El Gato con Botas - Charles Perrault
Érase una vez un molinero que tenía tres hijos. A su muerte les dejó, por toda herencia, un molino, un asno y un gato. El reparto se hizo enseguida, sin llamar al notario ni al procurador, pues probablemente se hubieran llevado todo el pobre patrimonio. Al hijo mayor le tocó el molino; al segundo, el asno, y al más pequeño sólo le correspondió el gato. Este último no se podía consolar de haberle tocado tan poca cosa.
-Mis hermanos -se decía- podrán ganarse la vida honradamente juntándose los dos; en cambio yo, en cuanto me haya comido el gato y me haya hecho un manguito con su piel, me moriré de hambre.
El gato, que estaba oyendo estas palabras, haciéndose el distraído, le dijo con aire serio y sosegado:
-No te aflijas en absoluto, mi amo, no tienes más que darme un saco y hacerme un par de botas para ir por los zarzales, y ya verás que tu herencia no es tan poca cosa como tú crees.
Aunque el amo del gato no hizo mucho caso al oírlo, lo había visto valerse de tantas estratagemas para cazar ratas y ratones, como cuando se colgaba por sus patas traseras o se escondía en la harina haciéndose el muerto, que no perdió la esperanza de que lo socorriera en su miseria.
En cuanto el gato tuvo lo que había solicitado, se calzó rápidamente las botas, se echó el saco al hombro, cogió los cordones con sus patas delanteras y se dirigió hacia un coto de caza en donde había muchos conejos. Puso salvado y hierbas dentro del saco, se tendió en el suelo como si estuviese muerto, y esperó que algún conejillo, poco conocedor de las tretas de este mundo, viniera a meterse en el saco para comer lo que en él había echado.
Apenas se hubo recostado, cuando tuvo la primera satisfacción; un distraído conejillo entró en el saco. El gato tiró enseguida de los cordones para atraparlo, y lo mató sin compasión.
Muy orgulloso de su presa, se dirigió hacia el palacio del Rey y pidió que lo dejaran entrar para hablar con él. Le hicieron pasar a los aposentos de Su Majestad y, después de hacer una gran reverencia al Rey, le dijo:
-Majestad, aquí teneis un conejo de campo que el señor marqués de Carabás -que es el nombre que se le ocurrió dar a su amo- me ha encargado ofreceros de su parte.
-Dile a tu amo -contestó el Rey- que se lo agradezco, y que me halaga en gran medida.
Otro día fue a esconderse en un trigal dejando también el saco abierto; en cuanto dos perdices entraron en él, tiró de los cordones y las cogió a las dos. Enseguida fue a ofrecérselas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. Una vez más, el Rey se sintió halagado al recibir las dos perdices, y ordenó que le dieran una propina.
Durante dos o tres meses el gato continuó llevando al Rey, de cuando en cuando, las piezas que cazaba y le decía que lo enviaba su amo.
Un día se enteró que el Rey iba a salir de paseo por la ribera del río con su hija, la princesa más hermosa del mundo, y le dijo a su amo:
-Si sigues mi consejo podrás hacer fortuna; no tienes más que bañarte en el río en el lugar que yo te indique y luego déjame hacer a mí.
El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejaba, sin saber con qué fines lo hacía. Mientras se bañaba, pasó por allí el Rey, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Socorro, socorro! ¡Que se ahoga el Marqués de Carabás!
Al oír los gritos, el Rey se asomó por la ventanilla y, reconociendo al gato que tantas piezas de caza le había llevado, ordenó a sus guardias que fueran enseguida en auxilio del Marqués de Carabás.
Mientras sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que, mientras se bañaba su amo, habían venido unos ladrones y se habían llevado sus ropas, a pesar de que él gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda; el gato las había escondido bajo una enorme piedra. Al instante, el Rey ordenó a los encargados de su guardarropa que fueran a buscar uno de sus más hermosos trajes para el señor marqués de Carabás.
El Rey le ofreció mil muestras de amistad y, como el hermoso traje que acababan de darle realzaba su figura (pues era guapo y de buena presencia), la hija del rey lo encontró muy de su agrado, de modo que, en cuanto el marqués de Carabás le dirigió dos o tres miradas muy respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró locamente de él. El rey quiso que subiera a su carroza y que los acompañara en su paseo. El gato, encantado al ver que su plan empezaba a dar resultado, se adelantó a ellos y, cuando encontró a unos campesinos que segaban un campo, les dijo:
-Buenas gentes, si no decís al rey que el campo que estáis segando pertenece al señor marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como carne de pastel.
Al pasar por allí, el rey no dejó de preguntar a los segadores que de quién era el campo que estaban segando.
-Estos campos pertenecen al señor marqués de Carabás -respondieron todos a la vez, pues la amenaza del gato los había asustado.
El gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo lo mismo a todos aquellos con quienes se encontraba, por lo que el rey estaba asombrado de las grandes posesiones del marqués de Carabás.
Finalmente el Gato con Botas llegó a un grandioso castillo, cuyo dueño era un ogro, el más rico de todo el país, ya que todas las tierras por donde el Rey había pasado dependían de aquel castillo. El gato, que por supuesto se había informado de quién era aquel ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él para presentarle sus respetos, pues no quería pasar de largo sin haber tenido ese honor.
El ogro lo recibió tan cortésmente como puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar un rato.
-Me han dicho -dijo el gato- que tenéis la habilidad de poder convertiros en cualquier clase de animal, que podéis transformaros en león o en elefante, por ejemplo.
-Es cierto -dijo impulsivamente el ogro-, y os lo voy a demostrar convirtiéndome ipso facto en un león.
El gato se asustó mucho de encontrarse de pronto delante de un león y, con gran esfuerzo y dificultad, pues sus botas no valían para andar por las tejas, se encaramó al alero del tejado.
Viendo luego el gato que el ogro había tomado otra vez su aspecto normal, bajó del tejado confesando que había pasado mucho miedo.
-También me han asegurado -dijo el gato- que sois capaz de convertiros en un animal de pequeño tamaño, como una rata o un ratón, aunque debo confesaros que esto sí que me parece del todo imposible.
-¿Imposible? -replicó el ogro- Lo veréis.
Y diciendo esto se transformó en un ratón que se puso a correr por el suelo. El gato, en cuanto lo vio, se arrojó sobre él y se lo comió.
Mientras tanto el Rey, que pasó ante el hermoso castillo, decidió entrar en él. Inmediatamente el gato, que había oído el ruido de la carroza al atravesar el puente levadizo, corrió a su encuentro y saludó al Rey:
-Sea bienvenido Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de Carabás.
-¡Pero bueno, señor Marqués! -exclamó el Rey. ¿Este castillo también es vuestro? ¡Qué belleza de patio! Y los edificios que lo rodean son también magníficos. ¿Pasamos al interior?
El marqués de Carabás tomó de la mano a la Princesa y, siguiendo al Rey, entraron en un majestuoso salón, donde los esperaban unos exquisitos manjares que el ogro tenía preparados para obsequiar a unos amigos suyos que habían de visitarlo ese mismo día, aunque éstos no creyeron conveniente entrar al enterarse de que el Rey se encontraba en el castillo.
El rey, al ver tantas riquezas del Marqués de Carabás, junto con sus buenas cualidades, y conociendo que su hija estaba perdidamente enamorada del marqués, decidió casar a su hija con el joven marqués, ya que a éste también se le veía beber los vientos por la Princesa.
La boda se celebró inmediatamente, convirtiéndose de este modo el hijo menor del molinero en un príncipe; y el gato, que se quedó a vivir en el palacio junto con su amo, devino un gran señor, que sólo corría ya detrás de los ratones para divertirse.
Y así, todos vivieron felices el resto de sus días.
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-Mis hermanos -se decía- podrán ganarse la vida honradamente juntándose los dos; en cambio yo, en cuanto me haya comido el gato y me haya hecho un manguito con su piel, me moriré de hambre.
El gato, que estaba oyendo estas palabras, haciéndose el distraído, le dijo con aire serio y sosegado:
-No te aflijas en absoluto, mi amo, no tienes más que darme un saco y hacerme un par de botas para ir por los zarzales, y ya verás que tu herencia no es tan poca cosa como tú crees.
Aunque el amo del gato no hizo mucho caso al oírlo, lo había visto valerse de tantas estratagemas para cazar ratas y ratones, como cuando se colgaba por sus patas traseras o se escondía en la harina haciéndose el muerto, que no perdió la esperanza de que lo socorriera en su miseria.
En cuanto el gato tuvo lo que había solicitado, se calzó rápidamente las botas, se echó el saco al hombro, cogió los cordones con sus patas delanteras y se dirigió hacia un coto de caza en donde había muchos conejos. Puso salvado y hierbas dentro del saco, se tendió en el suelo como si estuviese muerto, y esperó que algún conejillo, poco conocedor de las tretas de este mundo, viniera a meterse en el saco para comer lo que en él había echado.
Apenas se hubo recostado, cuando tuvo la primera satisfacción; un distraído conejillo entró en el saco. El gato tiró enseguida de los cordones para atraparlo, y lo mató sin compasión.
Muy orgulloso de su presa, se dirigió hacia el palacio del Rey y pidió que lo dejaran entrar para hablar con él. Le hicieron pasar a los aposentos de Su Majestad y, después de hacer una gran reverencia al Rey, le dijo:
-Majestad, aquí teneis un conejo de campo que el señor marqués de Carabás -que es el nombre que se le ocurrió dar a su amo- me ha encargado ofreceros de su parte.
-Dile a tu amo -contestó el Rey- que se lo agradezco, y que me halaga en gran medida.
Otro día fue a esconderse en un trigal dejando también el saco abierto; en cuanto dos perdices entraron en él, tiró de los cordones y las cogió a las dos. Enseguida fue a ofrecérselas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. Una vez más, el Rey se sintió halagado al recibir las dos perdices, y ordenó que le dieran una propina.
Durante dos o tres meses el gato continuó llevando al Rey, de cuando en cuando, las piezas que cazaba y le decía que lo enviaba su amo.
Un día se enteró que el Rey iba a salir de paseo por la ribera del río con su hija, la princesa más hermosa del mundo, y le dijo a su amo:
-Si sigues mi consejo podrás hacer fortuna; no tienes más que bañarte en el río en el lugar que yo te indique y luego déjame hacer a mí.
El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejaba, sin saber con qué fines lo hacía. Mientras se bañaba, pasó por allí el Rey, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Socorro, socorro! ¡Que se ahoga el Marqués de Carabás!
Al oír los gritos, el Rey se asomó por la ventanilla y, reconociendo al gato que tantas piezas de caza le había llevado, ordenó a sus guardias que fueran enseguida en auxilio del Marqués de Carabás.
Mientras sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que, mientras se bañaba su amo, habían venido unos ladrones y se habían llevado sus ropas, a pesar de que él gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda; el gato las había escondido bajo una enorme piedra. Al instante, el Rey ordenó a los encargados de su guardarropa que fueran a buscar uno de sus más hermosos trajes para el señor marqués de Carabás.
El Rey le ofreció mil muestras de amistad y, como el hermoso traje que acababan de darle realzaba su figura (pues era guapo y de buena presencia), la hija del rey lo encontró muy de su agrado, de modo que, en cuanto el marqués de Carabás le dirigió dos o tres miradas muy respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró locamente de él. El rey quiso que subiera a su carroza y que los acompañara en su paseo. El gato, encantado al ver que su plan empezaba a dar resultado, se adelantó a ellos y, cuando encontró a unos campesinos que segaban un campo, les dijo:
-Buenas gentes, si no decís al rey que el campo que estáis segando pertenece al señor marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como carne de pastel.
Al pasar por allí, el rey no dejó de preguntar a los segadores que de quién era el campo que estaban segando.
-Estos campos pertenecen al señor marqués de Carabás -respondieron todos a la vez, pues la amenaza del gato los había asustado.
El gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo lo mismo a todos aquellos con quienes se encontraba, por lo que el rey estaba asombrado de las grandes posesiones del marqués de Carabás.
Finalmente el Gato con Botas llegó a un grandioso castillo, cuyo dueño era un ogro, el más rico de todo el país, ya que todas las tierras por donde el Rey había pasado dependían de aquel castillo. El gato, que por supuesto se había informado de quién era aquel ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él para presentarle sus respetos, pues no quería pasar de largo sin haber tenido ese honor.
El ogro lo recibió tan cortésmente como puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar un rato.
-Me han dicho -dijo el gato- que tenéis la habilidad de poder convertiros en cualquier clase de animal, que podéis transformaros en león o en elefante, por ejemplo.
-Es cierto -dijo impulsivamente el ogro-, y os lo voy a demostrar convirtiéndome ipso facto en un león.
El gato se asustó mucho de encontrarse de pronto delante de un león y, con gran esfuerzo y dificultad, pues sus botas no valían para andar por las tejas, se encaramó al alero del tejado.
Viendo luego el gato que el ogro había tomado otra vez su aspecto normal, bajó del tejado confesando que había pasado mucho miedo.
-También me han asegurado -dijo el gato- que sois capaz de convertiros en un animal de pequeño tamaño, como una rata o un ratón, aunque debo confesaros que esto sí que me parece del todo imposible.
-¿Imposible? -replicó el ogro- Lo veréis.
Y diciendo esto se transformó en un ratón que se puso a correr por el suelo. El gato, en cuanto lo vio, se arrojó sobre él y se lo comió.
Mientras tanto el Rey, que pasó ante el hermoso castillo, decidió entrar en él. Inmediatamente el gato, que había oído el ruido de la carroza al atravesar el puente levadizo, corrió a su encuentro y saludó al Rey:
-Sea bienvenido Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de Carabás.
-¡Pero bueno, señor Marqués! -exclamó el Rey. ¿Este castillo también es vuestro? ¡Qué belleza de patio! Y los edificios que lo rodean son también magníficos. ¿Pasamos al interior?
El marqués de Carabás tomó de la mano a la Princesa y, siguiendo al Rey, entraron en un majestuoso salón, donde los esperaban unos exquisitos manjares que el ogro tenía preparados para obsequiar a unos amigos suyos que habían de visitarlo ese mismo día, aunque éstos no creyeron conveniente entrar al enterarse de que el Rey se encontraba en el castillo.
El rey, al ver tantas riquezas del Marqués de Carabás, junto con sus buenas cualidades, y conociendo que su hija estaba perdidamente enamorada del marqués, decidió casar a su hija con el joven marqués, ya que a éste también se le veía beber los vientos por la Princesa.
La boda se celebró inmediatamente, convirtiéndose de este modo el hijo menor del molinero en un príncipe; y el gato, que se quedó a vivir en el palacio junto con su amo, devino un gran señor, que sólo corría ya detrás de los ratones para divertirse.
Y así, todos vivieron felices el resto de sus días.
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Charles Perrault: El Gato con Botas

Charles Perrault nace el 12 enero de 1628 en París. Su familia, originaria de la ciudad de Tours pero establecida ahora en París, pertenece a la alta burguesía de toga. Charles Perrault es un estudiante brillante : estudia literatura en el colegio de Beauvais en Paris, se diploma en derecho y se inscribe en el colegio de abogados en 1651. Alto funcionario y protegido de Colbert, publica obras de género galante y parodias antes de decantarse por los Modernos frente a los partidarios de la Antiguedad de la Academia Francesa, de la que es mienbro desde 1671. Su polémico poema El Siglo de Luis el Grande (1687) así como su Paralelo de los Antiguos y los Modernos (entre 1688 y 1692), muy criticados por Boileau, presentan y codifican sus argumentos : critica el principio de autoridad y afirma que el progreso es posible gracias a las artes tanto como a las ciencias, subraya la superioridad del "siglo de Luis" sobre el siglo de Augusto. Con sus Historias o Cuentos del tiempo pasado (también llamados Cuentos de mi madre la Oca, 1697) consigue gran fama e inaugura el género literario de los cuentos de hadas. Charles Perrault muere en París el 16 de mayo de 1703.
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Hans Christian Andersen: Abuelita

Hans Christian Andersen (1805-1875), fue un autor danés nacido el 2 de abril de 1805 en Dinamarca, al norte de Europa y uno de los escritores de cuentos de hadas para niños más conocidos. Nació en Odense y vivió una infancia de pobreza y abandono, criado en el taller de zapatero del padre. A los 14 años se fugó a Copenhague. Trabajó para Jonas Collin, director del Teatro Real, quien le pagó sus estudios. Aunque desde 1822 publicó poesía y obras de teatro, su primer éxito fue Un paseo desde el canal de Holmen a la punta Este de la isla de Amager en los años 1828. Su primera novela, El improvisador, o Vida en Italia (1835), fue bien recibida por la crítica. Viajó por Europa, Asia y África y escribió muchas obras de teatro, novelas y libros de viaje. Un día de 1844 escribió: “Hace veinticinco años llegué con mi atadito de ropa a Copenhague, un muchacho desconocido y pobre: y hoy tomé chocolate con la Reina.” Pero son sus más de 150 cuentos infantiles los que lo han llevado a ser reconocido como uno de los grandes autores de la literatura mundial. Él usó un estilo para un lector infantil, con un lenguaje cotidiano y la expresión de los sentimientos e ideas del público infantil. Entre sus más famosos cuentos se encuentran El patito feo, El traje nuevo del emperador, La reina de las nieves, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo, El ruiseñor, El sastrecillo valiente y La sirenita. Han sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro, ballets, películas, dibujos animados, juegos en CD y obras de escultura y pintura.
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Pedro Emilio Coll: El Diente Roto

Ensayista y periodista. Contribuyó junto a Luis Manuel Urbaneja Achelpohl a la incorporación del modernismo en la literatura venezolana. Fueron sus padres Pedro Coll Otero y Emilia Núñez Márquez. Pariente del poeta Jacinto Gutiérrez Coll. En la Imprenta Bolívar, propiedad de su padre, tuvo contacto en su juventud con algunos de los más importantes escritores de la época. Las narraciones y cuentos infantiles que le relataba su vieja aya Marcolina, despertaron según él mismo, su interés por las letras. La primaria la cursó en el colegio La Paz de Caracas, dirigido por Guillermo Tell Villegas. A los 22 años tras abandonar los estudios universitarios, fundó junto con Luis Urbaneja Achelphol y Pedro César Domínici, la revista Cosmópolis (1894-1895), publicación que es considerada como la iniciadora del movimiento modernista en la literatura venezolana. Entre 1895 y 1907, fue colaborador de El Cojo ilustrado donde publicó una serie de cuentos, entre ellos El diente roto considerado como un clásico del género. En 1896, publicó su primer libro titulado Palabras, una recopilación de ensayos sobre arte y educación. De 1897 a 1899, se desempeñó como cónsul de Venezuela en Southampton, teniendo a su cargo durante este tiempo la sección "Letras Hispanoamericanas" de la revista Le Mercure de France, editada en París. En julio de 1899, regresa a Venezuela, y al año siguiente, es nombrado director en el Ministerio de Fomento. En 1901, publica otra recopilación de ensayos sobre temas literarios bajo el título de El Castillo de Elsinor. En 1911, fue incorporado como individuo de número de la Academia de la Lengua. Ministro de Fomento en 1913, fue nombrado cónsul general de Venezuela en París en 1915 y luego, secretario de la Legación de Venezuela en Madrid de 1916 a 1924. Entre 1924 y 1926 fue Fiscal de Bancos y senador por el estado Anzoátegui, hasta que en este último año le toca asumir la presidencia del Congreso Nacional. En 1927, aparece La escondida senda, título que representa su tercera recopilación de ensayos, esta vez de carácter histórico. Trabajó como inspector de consulados en Europa de 1927 a 1933. En el año de 1934 ingresó como individuo de número de la Academia Nacional de la Historia, institución en la que laboró como bibliotecario en 1941. En 1948, fue publicada en forma póstuma su obra El paso errante, la cual era una selección para la Biblioteca Popular Venezolana del Ministerio de Educación.
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Eduardo Liendo Zurita: Lágrimas de Cocodrilo

Eduardo Liendo Zurita nació en Caracas el 12 de enero de 1941. Estudió en el Instituto de Ciencias Sociales de Moscú, participó como profesor invitado de la Universidad de Colorado (EEUU, 1996), ha coordinado talleres literarios de narrativa en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Celarg, y en la Universidad Católica Andrés Bello. Militante de izquierda y activista subversivo durante la década de 1970. No ha sido ajeno en ningún momento a la problemática sociopolítica del país. En los convulsos años de la guerra de guerrillas padeció encarcelamientos y el posterior exilio político en la desaparecida Unión Soviética. Después de ser puesto en libertad, estudió psicología durante 1967-1979 en el Instituto de Ciencias Sociales de Moscú. Seis años después de su regreso al país, en 1970, se incorporó como empleado de la Biblioteca Nacional de Venezuela (1976). Allí permanecerá por un extenso período que culminó con su jubilación como Director de Extensión Cultural, en el año 2001. Liendo fue muy activo en la escena literaria y cultural de Venezuela desde los años 70; coordinó varios talleres literarios y sirvió en la Junta Directiva de la Asociación de Escritores de Venezuela. En 1977, Liendo fue uno de los fundadores del Taller Literario “Calicanto” al que perteneció hasta 1979.
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